Era un vuelo de entrenamiento rutinario, uno de tantos. De pronto los dos turborreactores gemelos General Electric se pararon y el avión cayó como una piedra. La cúpula de cristal no saltó, los paracaídas no se abrieron, y los dos hombres quedaron atrapados en un cascajo metálico de cinco toneladas que se aproximaba a toda velocidad al suelo.
Aquel hombre, que murió defendiendo a España, murió como un cobarde. Murió porque volaba en un aparato desfasado y obsoleto al que no se le aplicaron las correctas medidas de seguridad. Murió porque los señores políticos han decidido que las Fuerzas Armadas españolas deben tener cada año menos presupuesto, haciendo la vida de esos valientes hombres más dura y peligrosa.
Un soldado debe morir defendiendo a su país, herido, derribado o hundido por la pericia del enemigo, no por la codicia de un politicucho del tres al cuarto que solo quiere enriquecerse para vivir bien.
Perdónenme, señores políticos, si les digo que me parece más importante ayudar a un hombre que da su vida por defender a su país, que satisfacer el deseo de un pervertido que quiere cambiarse de sexo.
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