domingo, 17 de marzo de 2013

Videojuegos.

He aquí algo que a la gran mayoría de chavales jóvenes nos encantan. Pero pensándolo bien ¿Acaso podía ser de otra manera? Un videojuego nos ofrece la posibilidad de ser personas completamente distintas a las que somos, viviendo (o más bien, sobreviviendo) a aventuras tan variadas, y a algunos viajes tan extravagantes, que nuestra imaginación jamás habría llegado a concebir ni en sus más estrambóticas divagaciones. De este modo, saltamos de puentes en llamas, quemamos rueda por carreteras desiertas en ciudades surrealistas, y salvamos un par de veces el mundo antes de irnos a cenar, para no aburrirnos. Así, y por una cantidad sin duda lucrativa para algunas personas (la cantidad de dinero que ha generado y movido esta nueva industria es inconmensurable), usted podrá ser un asesino de élite, un mercenario, o un consumado jugador de fútbol. Así pues, usted coge este producto, se lo entrega a un niño que su máxima aventura es marcar un gol en el recreo de después de comer, y acaba de crear un negocio redondo.

Sin embargo, y como todo en esta vida, tienen un problema. Y es que muchas veces perdemos de vista la realidad, y el límite entre videojuego y vida se vuelve difuso, acabando por tener como fin supremo y absoluto pasarme este nivel en dificultad "Chuck Norris", o comprarme este videojuego al segundo de su salida a la venta, o equipar a la perfección a mi elfo paladín de nivel 90. De esta manera, familia, estudios, amigos, e incluso la propia persona quedan relegados a un segundo plano muy secundario. En conclusión, sería interesante hacer caso a las recomendaciones de los juegos de no jugar 25 horas al día seguidas, o tomarse descansos cada hora, y hacer algo más productivo que incrementar tu ego salvando por decimotercera vez al mundo.

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